Tras un merecido descanso, que sé habéis pasado desasosegadamente compungidos, mis ávidos lectores, vengo a narraros, a modo de diario públicamente personal, nuestro periplo a tierras salamanquinas. Hallaréis varias similutudes con nuestro anterior odisea a
Galicia, aunque encontraréis mi labia más cultivada y sagaz, como corresponde a la diferencia, a nivel cronológico, entre entrada y entrada.
Rondarían primeros de febrero cuando nuestra profesora de lengua, Raquel, salamanquina, entró exaltante en clase al grito de "¡Que nos vamos a Salamanca!".
¿Qué?, fue lo primero que pensamos.
Resulta, nos contó, que había estado mirando ofertas y hostales, y había decidido montar el tinglado en torno a una quimera, en la que profesores, directores y consejos escolares estaban de acuerdo en aprobar el mismo. Que no fue exactamente lo que pasó. Por lo que contó, tuyo que discutir hasta con el de la limpieza asiduamente durante casi un mes para que le dejaran organizarla.
A falta de profesores que se apuntaran a pasar un fin de semana con una panda de hijos de puta lejos de sus mamás en una residencia universitaria ajenos a cualquier tipo de norma, tuvo que hablar con la señorita conserje, que muy simpática accedió. Pero no bastaba con ella, sino que había que llevar a otro docente a la misma, plaza que acabó ocupando la profesora de música -muy maja, por cierto-
Tras el machacón correspondiente a la árdua segunda evaluación, llegó por fín el viernes 22 de marzo, día de despegue. Levantándonos, los más audaces, a las 7 de la mañana (sí, habéis leído bien) para, con mucho amor, prepararnos nuestros respectivos bocadillos -incluso ajenos, si te hacían el lío- y empezar acabar de hacer la maleta, partimos en un autobús, con letras neonesas que rezaban SALAMANCA, en dirección a la misma.