El verano, como os iba comentando, de 1º a 2º no fue tan impertérrito como el anterior; presa de la sociedad -recién descubierta- y sabedor de la insostenibilidad de mi insociabilidad, decidí inscribirme en una academia de informática, junto con más chavales inapetentes de la piscina local, y aburridos de su inocua casa.
1 horita de HTML o AutoCad, media de mecanografía y la media restante de CS, para completar las 2 horas del horario concertado.
Todavía, al recordar mi primera página HTML, se me llenan los ojos de lágrimas.
También descubrí, en este verano, los libros de más de 500 páginas -creí que solo formaban parte de las leyendas- cuando, por el cumple del abajo firmante -dejando atrás mi primera edad de dos cifras, y dando paso a la segunda- me regalaron el sublime, la obra maestra de Laura Gallego, Memorias de Idhún.
Tal fue el furor que me causó, que no tardé apenas 1 semana en comérmelo, trasnochando para leer un par de capítulos más, y hacerme con los otros 2 tomos que completaban la colección. Las 2000 páginas que suman entre todos, página arriba, página abajo, han sido 3 las veces que las he releido desde entonces.
Y, tras toda una vida lectora a mis espaldas, no dudo mucho al condecorar a este con el Cum Lauden -nada que ver con Cum Louder- de los libros contemporáneos.
Aquí fueron mis primeros contactos con los ladrillos. Pero solo con los pequeñitos. Nada que ver con el siguiente verano.
En feria, recuerdo salir con la pandilla formada por aquellos que ya sabéis -los pedo-violadores siempre están al acecho- para montar en el castillo flotante de los Sinson -las medidas de seguridad eran igual de cutres- y, en un alarde de locura, yendo a probar suerte en las escopetillas -no sé si estarían trucadas, o que mi pulso no era muy firme, pero no recuerdo haberme llevado nada-.
Y todo esto, por supuesto, manteniéndome prudencialmente alejado de La Zona Peligrosa; aquella con la barca, y la olla, y todas esas atracciones alimentadas por el peligro y los accidentes.
Después de semejante verano, fintando a la depresión post-vacacional -sigo sin creérmela- hubo que volver al Clavero, sediento de los conocimientos que me depararía 2º.
Los estados de tuenti con Vuelta a la rutina de epitafio se podían contar de 20 en 20.
2ºA; no recuerdo la chavalada, pero sí el aula, curiosamente la misma en la que ahora estamos, un par de cursos después.
Y tenía una particularidad -no de fábrica; la habíamos roto nosotros-. La puerta que daba al pasillo tenia truco. Al cerrarse, el seguro se echaba solo. Con lo cual, o tenias a mano la llave de la clase, o te quedabas sin abrir. Estuvieses fuera, o estuvieses dentro.
Las primera semanas sí que hacíamos la broma de cerrarla, con nosotros dentro, en los recreos, cuando el delegado no estaba. Pero la gracia duró poco, ya que los ratos que perdíamos mientras que el delegado llegaba para abrir se hacían casi tediosos. Más de uno se dislocó el hombro, intentando en vano placar la puerta, como en las pelis de Brus Guilis.
Hasta que, como era previsible, se cerró sin delegado que abriese.
Martes a 2º. Teníamos música en el aula correspondiente, pero estábamos haciendo el mongolo -para variar- en el pasillo, y entramos corriendo, cerrando tras pasar, la puerta. Sin pensar.
Y no teníamos llave. Empezamos a dar golpes para que alguien avisase al delegado, pero nada. Se pasó el recreo, y cada curso pasó a su aula, para dar clase, menos el de enfrente; 2º -único- de bachillerato.
No recuerdo de la mano de quién vino la idea de escribir una nota -la humildad me impide decir que fue mía- -no... espera... ¡no me lo impide!-, con el rezo de Por favor. No podemos salir. Avisad a Domingo. No nos queda oxígeno. Ya han caído tres. Nos hemos comido a uno. SOS. y pasarla por debajo de la puerta.
No pudimos ver las caras de los lectores, pero las carcajadas se oían perfectamente, al igual que el cachondeo que se trajeron mientras llegaba su profesor. Cachondeo. Y nosotros ahí.
No pudimos salir en toda la hora, con lo cual, la cara del profesor de música cuando intentamos disculpar nuestra ausencia, explicándole lo ocurrido, no era de complacencia.
No sé si fue alegría o tristeza lo que sentimos al llegar un día, a mediados de curso, al aula y ver que podíamos abrir sin llave. Con el manillar. Como en las puertas buenas.
También son motivo de leyenda las batallas que organizábamos en los recreos, o incluso en los cambios de clase, con las únicas armas que unas profiadas bolas de papel. Inclementes proyectiles que surcaban el aula cual obús de celulosa, para acabar impactando en la cara de algún despistado compañero.
Al principio sí que las tirábamos a pelo, pero poco después fuimos improvisando trincheras con nuestras mesas, para acabar cubriéndonos con la del profesor. Tal fue el dominio que conseguimos con las bolas, que llegamso a poder apagar los interruptores de la clase con ellas. O tirárselas a cualquiera que pasase debajo de nuestra ventana, que desembocaba en el pasillo de entrada del instituto.
Una mala época.
No peor que la actual.
Como ya sé que os estaréis preguntando por el profesorado, no me queda otra, mis dóciles lectores, que concederos el placer de otro par de lineas de mi engolada y estilosa labia.
En cuanto al tutor, es imposible olvidarse de Paco Herrera Fuentes, Paquito. Andaluz de pura cepa, y de puro acento. Pasó el primer trimestre entero hasta que conseguimos entender todo lo que decía. Y lo irónico es que él era el profesor de lengua. Y que no paraba de hablar.
Él, y su mítica frase ¡Que no me interesa! ante cualquier cosa que se desviase del tema de sus clases, hicieron que pasásemos un agradable curso, a la par que aumentábamos nuestro léxico con vocablos propios de Despeñaperros pa abajo. Por expresiones tan claras y propias de nuestra temprana edad como ¡Ties mala follá! recordamos a ese hombre.
Otra que recuerdo con bastante cariño es la de El barrio de los callaos. Qué arte tenía. Por Dios.
Además, imposible de olvidar, conocimos a Cor. Val. Car, tal y como rezaba nuestro horario. Un par de semanas fueron las que nos hicieron falta para saber cómo se llamaba, y toda una vida para olvidarla -no, olvidad eso, que va a parecer que tengo sentimientos-.
Asimismo, vino un nuevo profesor de tecnología, alabado por sus alumnos, quien no nos impartió hasta un par de años después.
Aquí fue cuando empecé con mi escasa vida social. Y con el jodido tuenti.
Recuerdo ir TODOS los días al recinto local, de 6 a 9, ó a 10, ¡o qué hostias!, hasta cuando llegaba gente peligrosa. Y dicen que hay que ir al gimnasio para hacer cardio en condiciones. No nos veíais correr 3 horas seguidas, sin parar, detrás de una pelota, ya fuese de fútbol, de baloncesto, o de tenis.
También empezamos a salir los sábados, limitándonos a dar vueltas por la plaza.
El verano de intersección entre 2º y 3º sí que fue mas animado, saliendo casi todos los días, o a la piscina, o a la plaza, o a algun bar, o a tomar por culo. El caso era salir.
Fue una feria entretenida, en la que, desoyendo los racionales consejos de los progenitores, nos adentramos en La Zona Peligrosa, propensa a accidentes, y nos lanzamos, locos, a las atracciones más grandes -y más peligrosas-. La Barca, la Olla, el Canguro, incluso la Lavadora; ninguna se nos escapó.
Y así tiré otro verano.
Estoy pensado. 3º de la ESO es casi igual que 2º, y no recuerdo ningún apólogo destacable -ni no destacable; ninguno- y reconozco que tengo ganas de empezar con la entrada de 4º, curso inolvidable -que, para mas seguridad, lo voy a escribir-, así que aquí va un pequeño resumen de 3º.
3º no estuvo mal -crítica digna del mismísimo Evaristo Mejide-.
Tuvimos a personajes tan entrañables como Juanma El Grande, el tutor, y a Julián Moreno, enseñándonos cosas con cablecitos y relés, y microrruptores finales de carrera. El cachondeo que se trajo con ellos.
Y cómo olvidar, también, las macroquedadas que hacíamos en los recreos, en clases ajenas, para, con todas las mesas, sillas, papeleras y percheros disponibles, improvisar una pirámide de material escolar, para luego, desde la puerta, y echando a suertes quién tenia el honor, tirar la silla detonante al centro de la estructura, para correr como canallas mientras el ensordecedor ruido cubría nuestra huida.
También fue aquí donde labré la mayoría de las amistades que hoy me dura, a excepción de un par, que cayeron por el camino; siempre por culpa del abajo firmante.
E, imposible de olvidar -aunque esto sea una actualización- es aquel día en el que, aburridos de ver como los mayores jugaban en la pista, decidimos adentrarnos en los inexplorados jardines, poblados por cientos de primerizos que gastaban los recreos jugando al pillao, antes de que los mismos llegasen a su territorio.
Y entonces la vimos.
Escondida entre el follaje, y medio enterrada en la tierra, había una manguera, amarilla pálida, esperando a que alguien la usase. Y mis ideas, por aquel entonces -y por aquel ahora- no eran del todo racionales, y mucho menos pragmáticas, así que la cogimos, aun a riesgo de manchar nuestras lustrosas y regordetas manos, y la colocamos en medio del camino donde jugaba la chavalada, tapándola con una consistente manta de hojas secas y palitos. Y esperamos.
No tardaron mucho en rezumar niños de todos sitios, corriendo como cabrones, pero sin llegar a acercarse a nuestro escondite.
Hasta que uno de ellos se escapó de la protección de la manada, y fue derecho a nosotros; a la manguera. Y cuando se encontraba apenas a un par escasos metros de ella, tiramos de la misma, levantándola a la altura de nuestras rodillas, pero también a la de su pecho.
Lo lógico hubiera sido que se parase, al menos un poco, o que la manguera lo frenase, pero no.
Voló. Voló como nunca había visto hacerlo a nadie. Se elevó en el aire, con la misma velociadad con la que venía, y acabó a más de 3 metros de la maguera. Con el consiguiente lloro.
Y los que empezamos a correr fuimos nosotros. Y nos escondimos en la clase, todavia pensando lo raro que había sido que sobreviviese a semejante hostia, y barajando cuánto tiempo de vida le quedaría, ya que el traumatismo craneoencefálico se palpaba en el aire. Y también sabíamos la de partes que nos caerían encima. Pero no pasó nada. Por lo menos a nosotros, y no nos llegaron nuevas de un chaval muerto, con lo que se induce que no salió tan mal parado como debería.
Y nada, es que no hay mucho más que contar.
No, no, afables lectores míos. Que el final de la entrada no turbe vuestro apacible sosiego. En compensación, os regalo una frase en la que he estado trabajando últimamente, que resume bastante bien el sentido de la vida;
A lo largo de la vida se pueden hacer muchas cosas.
Después ya no.
No hay comentarios:
Publicar un comentario